Historia de la Domesticación del Perro

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Domesticacion del Perro

Aunque es muy difícil precisar cuándo empezó exactamente la interacción entre el hombre y el perro, o entre el hombre y el lobo, es casi seguro que el perro fue el primer animal domesticado. Los indicios arqueológicos hallados en pinturas rupestres, pruebas fosilizadas y excavaciones que revelan la proximidad de restos humanos y caninos parecen indicar que el hombre empezó a interesarse por estos animales entre 125.000 y 150.000 años atrás, e incluso antes. Estudios arqueológicos y genéticos recientes reflejan resultados dispares, situando la diferenciación del perro y el lobo entre 15.000 y 135.000 años atrás. Algunos de esos estudios apuntan a un fondo genético y una domesticación únicos, pero hoy en día la hipótesis más aceptada es que la división entre el perro y el lobo tuvo lugar entre 15.000 y 20.000 años atrás, en el paleolítico superior, y que la domesticación llegó de forma independiente con un extenso alcance geográfico.

Siendo un acontecimiento prehistórico, es necesario cierto ejercicio de especulación para entender la domesticación del perro, aunque, considerando la evidencia científica que apunta al hecho de que en realidad el hombre y el lobo vivieron en armonía miles de años, no es difícil imaginar su origen. Hasta el paleolítico superior y el principio de la regresión de las inmensas placas de hielo que siguió al punto álgido de la última glaciación, el hombre y el lobo habían sido cazadores nómadas. Ambos seguían las migraciones estacionales de grandes manadas de herbívoros o mamíferos ungulados, y es probable que los lobos llevaran tiempo merodeando por los márgenes de los campamentos buscando comida y, al mismo tiempo, manteniendo alejados a roedores y carroñeros, de modo que todo apunta a un inicio de relación beneficioso para ambas partes. A finales de la época glacial, cuando el hombre empezó a asentarse y a abandonar el nomadismo, es probable que ya hubiera reconocido el valor del lobo como aliado y se hubieran dado los primeros pasos para adoptarlo como parte de la sociedad humana, mientras que el lobo también habría empezado a aceptar al hombre.

Ambas especies vivían en reducidos grupos sociales jerarquizados que aseguraban el éxito de tareas como la caza colectiva y el cuidado de los más pequeños y, por tanto, la supervivencia del grupo. Esa similitud de patrones sociales y otros comportamientos, unida a la aceptación mutua, sin duda originó y aseguró el éxito de la domesticación. Mientras el hombre se enfrentaba a nuevos retos vitales después de la última glaciación, el instinto canino relacionado con la lealtad, el territorio, la caza e incluso la manada se reveló como un complemento de las pautas humanas, quizá incluso decisivo para la supervivencia.

El diseño del perro perfecto

En el neolítico, el hombre consiguió cultivar con éxito varios tipos de cereales silvestres como el arroz, el trigo y la cebada, y domesticar a los progenitores de muchos de los animales que hoy consideramos ganado, como renos, cerdos, ovejas y vacas. De esa forma puso los cimientos de una existencia agrícola más estable. Sin embargo, la caza siguió siendo un medio destacado para conseguir alimentos, aunque quizá con una nueva y decisiva función, que era la de proteger los cultivos y el ganado de los animales salvajes. Además, la invención del arco y la flecha podría haber supuesto la utilización de los perros para levantar y localizar presas. Los cultivos y el ganado, igual que las viviendas y las posesiones, también tenían que resguardarse de las tribus vecinas y nómadas, y sin duda la adaptación humana a las nuevas costumbres se produjo al calor de la relación con los perros y su domesticación. Con las nuevas preocupaciones del hombre llegaron nuevos cometidos para el perro, que para entonces ya estaba muy integrado en la sociedad humana. Los descubrimientos arqueológicos revelan destacables diferencias de tamaño y morfología, lo que induce a pensar que la cría selectiva empezó de 9.000 a 10.000 años atrás, cuando los ejemplares que reunían determinadas características se reservaban para llevar a cabo tareas concretas.

Simultáneamente, a medida que la relación entre el hombre y el perro se afianzaba, el hombre se fue encariñando con el animal, de modo que el vínculo entre ambos se estrechó y empezó a valorarse el hecho de que un perro pudiera hacer mucha compañía. No obstante, pese a ser cada vez más «civilizado», el hombre no olvidaba el origen salvaje del perro y era muy consciente de que además de los instintos que lo convertían en un compañero muy útil había que tener en cuenta la posible hostilidad y agresividad del perro. El hombre temía a los perros asilvestrados, que habían retrocedido a un estado semisalvaje. Mientras, algunas culturas, incluidas las que veneraban y valoraban a los perros por muchas razones, tenían por costumbre comérselos.

En la época romana, los perros desempeñaban papeles similares a los actuales, como cazar, cuidar del ganado, guardar las propiedades y acompañar a sus dueños. Para entonces ya existían varias razas definidas, cuya morfología probablemente procedía del cruce de padres genéticamente distintos de puntos geográficos diferentes. Esas razas se habían criado de forma selectiva para potenciar ciertos rasgos que las hacían adecuadas para determinadas tareas y situaciones. Por ejemplo, se cree que los lebreles rápidos, ágiles y de largas mandíbulas como el saluki, que se utilizaban para avistar la caza en los desiertos de Oriente, podrían descender del lobo árabe (Canis lupus arabis), mientras que los mastines grandes y fuertes que los romanos conocían como «molosos» y que en un principio se reservaron como guardianes y soldados podrían descender del lobo tibetano (Canis lupus chanco). Los romanos también fueron pioneros en el comercio canino internacional a gran escala, cruzando distintas razas y diseminando a los descendientes por dentro y fuera del imperio para engendrar nuevos ejemplares mediante la cría selectiva. Pero la amplia diversidad morfológica de los perros domésticos de hoy en día y, por extensión, el amplio número de razas distintas registradas, ha sido un hecho relativamente reciente en la historia de la relación entre el hombre y el perro.

El perro moderno

A medida que las civilizaciones y tecnologías se expandían y evolucionaban, las necesidades, las actividades y los deseos humanos cambiaban y, en consecuencia, los perros fueron asumiendo nuevos roles, muchos de ellos cada vez más especializados. Había desde terriers preparados para matar alimañas o colarse por las angostas galerías de las madrigueras hasta lebreles necesarios para rastrear largas distancias, mastines y spitz para trabajos de tiro y perros de caza criados para buscar, mostrar, levantar y cobrar presas para sus dueños. El proceso de perfeccionamiento era continuo y en él se conjugaban los atributos físicos y el temperamento o la conducta característicos de varios perros. Las distintas tipologías empezaron a dividirse y subdividirse a medida que el hombre buscaba perfeccionar todos los tipos de perros para cualquier tarea.

En la década de 1800 ya existían muchos de los perros que conocemos hoy en día, aunque hasta finales del siglo XIX no empezaron a clasificarse por razas. En ese cambio decisivo tuvo mucho que ver la fundación de varias sociedades caninas y clubes de criadores, que empezaron a confeccionar registros genealógicos del pedigrí de distintos perros, a crear estándares para las distintas razas y a proporcionar recintos para exposiciones y concursos. A medida que la modernización y la industrialización distanciaban al hombre de la naturaleza, algunos de los usos que se habían dado a los perros empezaban a carecer de sentido y crecía su popularidad como mascotas o animales de compañía. Pero lo cierto es que, mientras que para unos el perro representaba un instrumento para participar en monterías y practicar la caza deportiva, otros siguieron aprovechando el instinto canino para perseguir presas, cuidar el ganado o guardar la casa.

Fuente: Perros: Historia, descripción, fotografías; Bryan Richard

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